cie? ¿Qué del servicio, allí donde el orden sustituía
a las etiquetas, el bienestar a las consignas, y el placer y
la satisfacción del huésped eran la ley suprema para cuentos al
anfitrión obedecían?
Aquel enjambre de criados que iban y venían silenciosamente, aquella
muchedumbre de convidados me-
nos numerosa que los servidores, el incalculable número de manjares y
de vasos de oro y plata; los raudales
de luz, las flores desconocidas de que se habían despojado los invernaderos
como de una sobrecarga, pues-
to que aun estaban lozanas; aquel conjunto aromático, que no era más
que preludio de la fiesta prometida,
llenó de regocijo a todos los asistentes, que una y otra vez manifestaron
su admiración, no con la voz y el
ademán, lenguajes del cortesano que olvida el respeto debido al su señor,
sino con el silencio y la intención.
El rey, con los ojos, hinchados, no se atrevió a mirar a la reina; y
Ana de Austria, siempre superior al to-
dos en orgullo, abrumó a su huésped despreciando abiertamente
cuando la servían.
María Teresa, buena y curiosa de la vida, alabó a Fouquet, comió
con grande apetito, y preguntó el nom-
bre de muchas frutas que había sobre la mesa. Fouquet respondió
que ignoraba sus nombres. Aquellas fru-
tas procedían de los reservados del superintendente, reservados que él
mismo, peritísimo en agronomía
exótica, cultivara con frecuencia. El rey, que al oír la respuesta
de Fouquet, se sintió tanto más humillado
cuanto conoció la delicadeza que la dictaba, halló algo vulgar
a su mujer, y sobrado orgullosa a Ana de
Austria, y por su parte hizo el propósito de mantenerse impasible en
los límites del extremo desdén o de la
simple admiración.
Pero Fouquet, que era hombre sagaz y todo lo había previsto, no obstante
haber manifestado terminante-
mente el rey que mientras estuviese en Vaux no quería someter sus comidas
a la etiqueta, y, por consi-
guiente, comería con todo el mundo, hizo que sirvieran aparte a Su Majestad,
si así podemos expresarnos,
en medio de la mesa general.
Aquella cena, maravillosa por su composición, comprendía todos
los manjares gratos al rey, todo cuanto
éste solía escoger. Luis XIV, el hombre más comilón
de Francia, no podía, pues, alegar excusa alguna para
no comer.
Fouquet hizo más aún: acatando la orden del rey se sentó
a la mesa; pero una vez servidas las menestras,
se levantó para servir personalmente al rey, mientras la señora
superintendenta permanecía en pie detrás del
sillón de la reina madre. El desdén de Juno y el enojo de Júpiter
no resistieron a tales muestras de delicade-
za; así es que Ana de Austria comió un bizcocho mojado en vino
de San Lúcar, y el rey comió de todo.
--No puede darse una comida mejor, señor superintendente --dijo Luis
XIV.
Los demás, al oír las palabras del rey, empezaron a mover con
entusiasmo las mandíbulas.
Esto no impidió que después de haberse hartado, el rey volviese
a ponerse triste; en proporción del buen
humor que él creyó debía manifestar, y sobre todo en comparación
de la buena cara que sus cortesanos
habían puesto a Fouquet.
D'Artagnan que comía mucho y bebía más, como quien no hace
nada no perdió un bocado, pero hizo un
gran número de observaciones provechosas.
Acabada la cena, el rey no quiso perder el paseo. El parque estaba iluminado;
la luna, como si se hubiese
puesto al discreción del señor de Vaux, pateó los árboles
y los lagos con sus diamantes y su brillo. El am-
biente era suave; las sombrías alamedas estaban tan mullidamente enarenadas,
que daba gusto sentar los
pies en ella. La fiesta fue completa, pues el rey encontró a La Valiére
en una de las revueltas de un bosque,
y pudo estrechar su mano y decirla que la amaba, sin que le oyese persona alguna,
más que D'Artagnan,
que seguía, y Fouquet que precedía.
En hora ya avanzada de aquella noche de encantos, el rey manifestó deseos
de acostarse. Al punto se pu-
sieron todos en movimiento. Las reinas se encaminaron al sus habitaciones al
son de tiorbas y de flautas, y
el rey, al subir, encontró a sus mosqueteros a quienes Fouquet hizo venir
de Melún y convidó a cenar.
D'Artagnan desechó toda desconfianza, y como estaba cansado, y había
cenado bien, se propuso gozar,
una vez en su vida, de una fiesta en casa de un verdadero rey.
--¡Es todo un hombre! dijo entre sí el gascón refiriéndose
al superintendente.
Con gran ceremonia condujeron a Luis XIV al templo de Morfeo, del que vamos
a dar una sucinta rese-
ña. Era la pieza más hermosa y capaz del palacio, y en su cúpula,
pintada al fresco por Le Brun, figuraban
los sueños felices y los tristes que Morfeo así envía los
poderosos como a los humildes. Todo lo gracioso a
que da vida el sueño, miel y aromas, flores y néctar, voluptuosidad
o reposo de los sentidos, Le Brun lo
había derramado en su obra, suave y haciendo contrastes con ella, veíanse
las copas que destilan los vene-
nos, el puñal que brilla sobre la cabeza del durmiente, y hechiceros
y quimeras de monstruosas cabezas, y
crepúsculos más espantables que las llamas o las tinieblas más